El dilema político-económico actual es entre quienes quieren repartir entre todos lo que hay, con la meta fundamental de la igualdad, y quienes esperan que los innovadores, desarrolladores y administradores dinamicen la producción y contraten a más y más gente que lleva décadas estancada en la informalidad y el desempleo.
Pareciera una escogencia para un dictador benevolente. Pero es más de fondo. Es una escogencia para los votantes. Es probable que ellos no entiendan a cabalidad sobre qué están votando, si bien tendrá serias consecuencias sobre su destino.
Políticos, intelectuales y técnicos tienden a creer que su dilema es escoger si son del tipo a) repartidor-de-lo-que-hay, o b) promotor-de-nueva-producción. ¡Ah! recuerden que es antiético escoger lo segundo. Así entiendo la crítica del constitucionalista Rodrigo Uprinmy en el periódico El Espectador, a un artículo mío sobre Jeff Bezos y la desigualdad. Es un buen debate el que se plantea.
Me parece una presentación burda del verdadero dilema. Para aclarar por qué Uprinmy y muchos intelectuales y políticos plantean un falso dilema, propongo hacer un experimento mental entre dos ciudades, una que escoge la ruta a y otra la ruta b. Dejemos a las dos ciudades tranquilas por, digamos, 60 años, y regresemos a observar lo que ha sucedido.
Lo más probable es que la gente haya aprendido a comportarse bastante distinto. Los optimistas de la ciudad a, compuesta de repartidores, creerán que floreció la solidaridad basada en dar lo que uno puede y solo pedir lo que uno necesita, de manera que siempre que sobre de lo mío sabré repartirlo a los demás. Los optimistas de la ciudad b esperarán a que florezcan los innovadores y emprendedores, creando nuevos productos e industrias, más empleo y bienestar. Habrá mucho y será distribuido entre la gente que participa en la producción, que empleará al 97% de las personas que quieren trabajar; y los aún desempleados serán personas en transición en sus carreras o empleos.
Por supuesto, ninguno de los dos tipos de optimista estará completamente en lo correcto, pues el ser humano no es tan solidario como lo creen los primeros, y en una economía siempre hay trampas de pobreza, que no contemplan los segundos. Ningún experimento en la realidad es tan puro y completo como el de esas dos ciudades. Siempre hay unas mezclas de todo.
Pero, en gracia a discusión, podemos entender que en las ciudades a y b se habrá promovido que la gente fundamentalmente busque, en cada momento del tiempo, bien sea repartir-lo-que-hay o bien explorar-nueva-producción. Omito la ficción de la “tercera vía”, para no enredar más las cosas.
Dos ejemplos de la ciudad b son Estados Unidos desde 1860 y China desde 1980. Ambos no han parado por un instante de innovar y crear producción, empleo, empresas y productos. Muchas otras economías, en particular en América Latina, desde hace mucho tiempo optaron por repartir, aunque con la retórica de hacer ambas cosas.
Estados Unidos es realmente una máquina descomunal de innovación, sin precedentes en la historia de la humanidad. Lo hace en casi todos los campos de la actividad humana: música, agricultura, comercio al por menor, telecomunicaciones, cine, microchips, biotecnología, gerencia, política, economía de la información, inteligencia artificial, exploración espacial, y sigue.
Pero la senda de la innovación continua es exigente. Japón y China imitaron a los americanos y tuvieron sendos milagros de 30 años, pero fallaron en el principio schumpeteriano de dejar morir unas empresas para liberar capital y trabajo que se mueva (dolorosamente) a crear otras. Los ejemplos más dramáticos fueron la construcción de infraestructura en Japón en los años noventa y la construcción de vivienda de China los últimos diez años. A la postre, ambas industrias fueron enormes perdedoras, demandaron el salvamento del Estado, y terminaron siendo un lastre para sus respectivos milagros económicos. Japón y China se distrajeron de la meta en innovar y permitir la destrucción creadora que iluminó Schumpeter hace cien años. Es algo que han evitado los americanos.
En suma, la senda de innovar es dura, y requiere una actitud decidida que premie jugosamente al que crea los productos y los sectores del futuro, y deja fallar al que comete grandes errores. Esa falla es costosa, pero temporal, pues esa persona o grupo de personas que fracasan, emplearán pronto su capacidad de dirección, gestión e identificación de oportunidades para reinventarse en otro sitio de la economía y en otras tecnologías, inclusive en otra ciudad, e intentar acertar.
Cuál es, entonces, el problema con el argumento de los repartidores, que Rodrigo Uprinmy encuentra tan atractivo, y que les da la sensación de superioridad moral, de ser mejores personas, que sí piensan en el prójimo. El problema radica en que el prójimo es justamente la persona que sacrifican. Sin proponérselo, someten a todos los prójimos de la sociedad a décadas de poco aprendizaje (salvo ver dónde reparten mucho, para ponerse allí), poca innovación, poca toma de riesgos, poca flexibilidad para preguntarse dónde se crea valor en el presente y donde se creará valor en el futuro; cambiarse de sectores que declinan, y siempre habrá sectores que declinan, y moverse a sectores económicos que emergen.
Dado que en la ciudad a), de los repartidores, habrá pocos sectores que emergen, pues por definición no se dedica a encontrar nuevas actividades emergentes, la gente se sentirá desplazada de lo que hacía antes, y no tendrá adónde llegar a hacer algo nuevo. Cundirá la decepción y la idea de que la sociedad no progresa, sino que regresa.
Los progresismos terminan en regresismo. Sacrifican a la mayor cantidad de prójimos, salvo aquellos conectados con el gobierno. Los casos radicales son suficientemente elocuentes, como Cuba y Venezuela, donde no hay personas como Jeff Bezos, por supuesto, y se iguala por lo bajo a la población. Los progresistas a ambos lados del Atlántico culpan a los Estados Unidos del destino lúgubre de esos países. Ni los cubanos ni los venezolanos de a pie se comen ese cuento. La prueba es que, tan pronto pueden, se van a vivir a los Estados Unidos.
La tragedia de los repartidores es que su propuesta se vuelve la condena de las personas que quieren favorecer. Esas personas, los prójimos, no aprenderán las ventajas de la ciudad b), porque se la desacredita con las etiquetas de neoliberalismo desalmado, desigualdad extrema, codicia desmedida, cosas menos atractivas que el progresismo solidario.
Para Uprinmy, en lugar de que Bezos llegara a amasar una fortuna tan grande, temprano se ha debido limitar su efecto nocivo sobre la desigualdad, fijando desde afuera (en el Congreso o en algún ente regulador, imagino), cuánto es “justo” que reciba por su innovación. Con eso, la humanidad se quedaría con la ventaja de la innovación, pero evitaría la desigualdad. Aclaro, nadie defiende la desigualdad extrema, de tal manera que pido al árbitro de este debate que califique a ese trozo de Uprinmy como un golpe bajo.
Digamos que se hubiera decidido por parte de Uprinmy & Co. que cinco años después de que Bill Gates hubiera creado Microsoft, Steve Jobs hubiera creado Apple, Marc Zuckerberg Facebook, Jensen Huang Nvidia, David Rockefeller Standard Oil, Henry Ford Ford Motor Co., Guglielmo Marconi las telecomunicaciones inalámbricas, y así sucesivamente, se estableciera que ya habían hecho suficiente dinero, y debían contentarse con lo que tenían.
En ese caso se habría sacrificado para la humanidad la ampliación y la distribución por el planeta de sus innovaciones, que es realmente donde hay una explosión de valor. Se habría abortado la insospechada potencia social y económica que esas innovaciones desplegaron en los siguientes treinta, sesenta o cien años.
¿Cómo saben Uprinmy y sus amigos cuándo hay que parar el ánimo innovador y creador de valor, porque ya está bien? Es en ánimo de distribuir los productos entre todas las personas posibles del mundo donde se transforma la vida de los africanos, cuando los celulares les permiten comprar y vender sin dinero físico; de los latinoamericanos de la cordillera de Los Andes, donde los camperos Toyota y Nissan permiten llegar al punto más remoto de su geografía y sacar sus productos al mercado; de los niños de clase media y trabajadora de Asia, con la llegada de los computadores y el software.
Por definición, nadie sabe hasta dónde una innovación puede transformar la vida del planeta, mejorar las posibilidades de todos o casi todos los seres humanos. Por eso, es vano pretender que se sabe cuándo un creador debe dejar de crear riqueza, o dejar de apropiarse de una parte de ella derivada de extender el alcance de sus productos a más y más personas.
La empresa de Jeff Bezos crea hoy millón y medio de empleos directos a lo largo del mundo, y varios millones más de puestos indirectos. Pero la innovación y alcance de Amazon no viene exclusivamente de él. No sucede así en ninguna empresa. Ese millón y medio de personas tienen ideas todos los días. Es en la escala y el alcance donde surgen nuevos problemas que disparan la innovación. No hay tal cosa como un “Amazon pequeño”, del tamaño que querría Uprinmy, que cree el valor del Amazon real. ¿Quiénes son Uprinmy y sus amigos para decidir cuándo debe parar el señor Bezos de ampliar el alcance de Amazon?.
Bezos llegó allí porque, al igual que el creador de la aspirina en Bayer, la Coca Cola, los camperos Toyota, los hoteles en España, los agricultores de soya en Brasil y Argentina o Codelco en el cobre de Chile, entregan a sus clientes y consumidores algo que éstos quieren y por lo que están dispuestos a pagar. Inclusive sabiendo que hay un fin de lucro, que tal vez los hace ricos, y que eso da una natural y sana envidia.
De hecho, todos los trabajadores del planeta, los técnicos, supervisores, profesionales, contadores, abogados, directores, gerentes, vicepresidentes y presidentes alimentan a sus familias, compran casas y llevan adelante la vida gracias a esos millones de empresas que se mueven por el fin de lucro, y que exploran sin límite el alcance de sus productos. Todos esos prójimos, que somos todos, pues presumo que Uprimny vive de un sueldo o de vender sus servicios, necesitamos que este sistema económico siga adelante.
Lo que es éticamente inaceptable es arrogarse la prerrogativa de oprimir el botón de “basta ya”, y detener el valor que un empresario o innovador puede crear al entregar su producto a consumidores que lo valoran y están dispuestos a pagar por él. Ese tipo de autoritarismo no se puede defender, no solo por su disvalor democrático sino por sus efectos nocivos en la economía.
La economía es un sistema tremendamente dinámico en el que la gente se adapta rápido a las señales y los incentivos. Por eso se debe preguntar qué tipo de aprendizaje se quiere promover. La destrucción masiva y dolorosa de bienestar a lo largo del planeta, que se derivaría de la idea de Uprinmy, sería insospechada. Por eso digo que hay una falacia en su argumento: sacrifica a los prójimos que quiere salvar.