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    Internacionales

    Cómo rescaté a mi hermana gemela Judith Scott, quien terminó convertida en una famosa artista

    adminBy adminNovember 16, 2025No Comments12 Mins Read0 Views
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    Información del artículo

    Cuando, en 1917, el legendario artista vanguardista francés Marcel Duchamp presentó como obra de arte para una exposición un urinario de porcelana bocarriba, firmado con un misterioso seudónimo y llamado “Fuente”, disparó una revolución.

    Había desvinculado la importancia de una obra del papel del artista en su fabricación, desafiando al mundo del arte a aceptar como legítimos lo que llamaba “readymades“, u objetos comerciales cotidianos que, al situarlos en un nuevo contexto cultural, perdían su significado útil: lo creado era una nueva idea para ese objeto.

    Y, crucialmente, era el artista quien declaraba una obra de arte como tal.

    Pero, ¿qué pasa si las obras están hechas por alguien que no se identifica como artista y que ni siquiera sabe lo que es el arte?

    Ese es el caso de Judith Scott, quien pasó de ser una niña institucionalizada a la que no le permitían dibujar a una mujer con un talento creativo natural tan extraordinario que se volvió famosa.

    Sus creaciones se pueden admirar en las colecciones permanentes del Museo de Arte Moderno de Nueva York y del Centro Pompidou de París, así como en galerías de todo el mundo.

    Su obra ha sido catalogada por varios en conocedores como arte marginal, el nombre en español del concepto de Art Brut, creado por el artista francés Jean Dubuffet para describir el arte creado fuera de los límites de la cultura oficial.

    “El verdadero arte siempre está donde no se le espera. Allí donde nadie piensa en él ni pronuncia su nombre. El arte odia ser reconocido y saludado por su nombre”, opinó Dubuffet.

    El arte marginal se define, a grandes rasgos, como arte realizado sin intencionalidad, con un toque ingenuo o producido por personas sin formación artística.

    Lo último es cierto. Lo de la ingenuidad, posible. Pero la cuestión de la intención, o la falta de ella, en las obras que Judith creaba -si es que cabe cuestionar eso-, sólo lo sabía ella, y no nos dejó la respuesta.

    Lo que sí nos dejó fueron decenas de esculturas poderosas, extrañas y cautivadoras, así como una historia de una vida desgarradora y asombrosa, que empezó en 1943 cuando nació unos minutos después que su hermana Joyce.

    Unidas

    Joyce y Judith vivían en un suburbio de Cincinnati, Ohio, Estados Unidos, con sus padres y hermanos mayores.

    Las hermanas eran extraordinariamente unidas. Pasaban todo el día juntas, explorando, inventando juegos, cavando en el arenero, a veces con niños del vecindario, relata Joyce en su libro “Entrelazadas: hermanas y secretos en el mundo silencioso de la artista Judith Scott” (2016).

    En las noches, dormían en la misma cama, acurrucadas una junto a la otra.

    Eran gemelas, idénticas genéticamente excepto por un cromosoma del que Judith tenía una copia adicional, lo que ocasionó los cambios en el desarrollo y las características físicas del síndrome de Down.

    Pero Joyce sólo se empezó a notar que había algo distinto debido a la manera en la que otros trataban a Judith.

    “Un día, cuando teníamos 3 o 4 años, estábamos jugando en el porche de los vecinos con muchos niños, y la hija menor, Marilyn, se cayó. La madre acusó a Judy de haberla empujado, le prohibieron jugar en su patio y construyeron una gran cerca”, recordó.

    “Me indigné y nunca volví a ir allá. Pero fue la primera vez que me di cuenta de que la gente pensaba en Judy como diferente y que podría ser peligroso ser diferente, porque te excluían”.

    Eso se fue evidenciando aún más con el tiempo: cuenta en su libro que cuando tenían unos 6 años comprendió que había una razón por la que las encerraban en su habitación cuando personas ajenas a la familia venían de visita, pero no sabía cuál era.

    Pasarían muchos años más antes de que entendiera que en la década de 1940, tener un hijo “defectuoso” era motivo de vergüenza y culpa.

    Décadas después se diagnosticó la causa: una enfermedad en la infancia temprana la había dejado profundamente sorda.

    Por su imposibilidad de comunicarse verbalmente, no pudo aprobar el examen de ingreso a la única aula disponible para niños con discapacidad, y la escuela la tachó de “ineducable”.

    Tanto profesionales de educación como de salud le recomendaron a los padres que la ingresaran en la Institución Estatal de Columbus, una escuela para personas con discapacidad mental.

    Había sido clasificada como alguien “con retraso mental profundo”, y en esa época, aquellos con discapacidades graves no solían vivir en sus hogares.

    Separadas

    Mientras Joyce iba a la escuela, Judith se quedaba en casa. Pero por la noche seguían, como siempre, durmiendo juntas, acurrucadas en los brazos de la otra.

    “Un día, cuando me desperté por la mañana, ella no estaba abrazada conmigo. Recuerdo que extendí mi mano para acercarla, y no estaba ahí. La busqué por toda la casa pero no pude encontrarla”.

    “Finalmente le pregunté a nuestra madre dónde estaba. Ella estaba apoyada contra la estufa, le castañeteaban los dientes y estaba claramente angustiada. Respondió: ‘Se fue a una escuela especial donde le van a enseñar a hablar’. Horrorizada, le contesté: ‘¡Yo le estoy enseñando!’.

    “Al final, me di cuenta de que ella se iba a quedar allí, lo que para mí era una idea aterradora; era increíble que algo así pudiera estar sucediendo”.

    Esa noche, Joyce escuchó a su padre contándole a su madre cómo había llevado a Judith a ese lugar, que había estado aterrorizada, aferrándose a él, gritando y llorando cuando se la llevaron.

    Desolada, tomó la muñeca y los juguetes que más le gustaban a su hermana, los puso a su lado en la cama y durmió sola por primera vez.

    Foto del lugar donde internaron a Judith.
    Pie de foto, A la pequeña Joyce, la institución le pareció escalofriante.

    Unas semanas más tarde, sus padres le preguntaron si le gustaría ver a Judith en su nueva escuela.

    Estaba muy emocionada, pero cuando llegaron notó que el letrero no decía ‘escuela’ sino ‘institución’, y el lugar “era muy aterrador, como algo sacado de un cuento de Charles Dickens: grandes edificios antiguos, puertas muy oscuras y pesadas, pasillos largos, niños amontonados, a veces tirados en el suelo sin ropa, en habitaciones malolientes”.

    El dolor

    En casa, su madre se volvió muy distante y finalmente tuvo una crisis nerviosa.

    Joyce se sentía perdida sin su gemela. Tenía otros hermanos, pero no eran tan cercanos. E hizo amigos, pero no podía dejar de pensar y preocuparse por Judith.

    Su padre la llevaba a verla “casi todos los meses, pero no recuerdo que nadie hablara de ella; todos actuaban como si nunca hubiera sido parte de la familia”.

    Cuatro años después de que Judith fuera internada, su padre murió, y las visitas se hicieron más esporádicas.

    “No hay mucha información, pero conseguí sus registros oficiales”.

    Uno de ellos indica que “Judith no parece tener buena conexión con su entorno. No se lleva bien con otros niños, es inquieta, come desordenadamente, se rasga la ropa y golpea a otros niños”.

    Otro documento, recuerda Joyce, señala que, en una ocasión, Judith mostró ganas de unirse a otros niños que dibujaban en trozos de papel, pero le dijeron que era “demasiado retrasada mental para dibujar” y le confiscaron sus crayones.

    Detalle de colorida obra de Judith Scott

    Fuente de la imagen, AP

    Pie de foto, Lo sombrío de esos años más tarde contrastaría con los alegres colores de las obras de Judith.

    Debido a los problemas de conducta, a Judith la trasladaron a otra institución estatal más pequeña en Ohio.

    Joyce, entretanto, se graduó de secundaria, obtuvo una beca para una pequeña universidad de artes.

    Trabajaba duro, pero siempre sacó tiempo para ver a Judy.

    Hubo una visita que nunca olvidó.

    Encontró a Judith esperándola, y, al verla, sonrió. Pero era una sonrisa extraña. Sus dientes ya no estaban, ninguno. Sus labios se le hundían en la boca.

    “Pregunté: ‘¿Qué diablos pasó?’. Dijeron que como era complicado brindarles atención dental, era más fácil para todos los involucrados simplemente sacarles los dientes. ‘Luego simplemente trituramos su comida’.

    “Fue un shock horrible. Además, en esa misma época, solían usar a personas en instituciones para probar medicamentos experimentales, y a Judy le habían dado algún tipo de antipsicótico que le causaba este movimiento involuntario de la boca que la hacía ver peculiar”.

    En este punto, todo se volvió demasiado para Joyce. Sufrió un colapso, abandonó la universidad y, por un tiempo, las cosas estuvieron mal.

    Reunidas

    Mientras Judith pasaba todos los días de su vida encerrada, Joyce se casó tres veces y tuvo tres hijas, incluyendo una que nació en su adolescencia y fue dada en adopción; cuando pudo, empezó a buscarla sin cesar, hasta que la encontró.

    Tuvo varios empleos, a menudo trabajando con niños con discapacidad, y finalmente, se licenció en psicología y más tarde en enfermería.

    Y siempre que podía, visitaba a su gemela, acompañada de sus hijas, quienes también forjaron lazos profundos con su tía.

    A principios de los 80, Joyce asistió a un retiro de silencio donde ocurrió algo significativo, que describió en su libro.

    “Poco a poco, una extraña ligereza comienza a llenar mi cuerpo, una ligereza y una sensación de alegría. En lo más profundo de mi corazón, siento a Judy y a mí, las dos aún juntas, aún unidas.

    “Ahora sé que nuestra conexión nunca se ha roto y nunca podrá romperse ni cambiar. Me doy cuenta de lo absurdo de nuestra separación y sé con absoluta certeza que ya no es necesaria, que es posible pasar el resto de nuestras vidas juntas”.

    Tomó la decisión de convertirse en la tutora legal de Judith.

    El proceso fue largo y difícil pero, en 1986, su gemela se mudó a California para vivir cerca de ella y su familia.

    Para entonces, Judith tenía 43 años y había pasado 35 virtualmente encarcelada.

    Joyce deseaba que su vida de ahí en adelante fuera lo más enriquecedora posible, y “un amigo me habló de Creative Growth en Oakland, que es para artistas con discapacidades.

    “Fui y me enamoré locamente del lugar. Cuando entras por las puertas, hay una sensación de creatividad y vitalidad Es un lugar muy alegre y pensé: ‘ella tiene que venir aquí'”.

    Carro de compras de supermercado repleto de cosas y amarrijos

    Fuente de la imagen, AP

    Pie de foto, Judith pasaba los días envolviendo e hilando meticulosamente objetos con fibras, transformándolos en extraordinarias creaciones.
    Dos de las esculturas de Judith Scott
    Pie de foto, Las vívidas y enigmáticas esculturas la consagraron como artista, pero ella, ajena a eso y ala fama, lo que único que quería era crear sin cesar.

    Creative Growth es un centro de arte visionario en California donde las personas con dificultades mentales o psicológicas tienen total libertad artística.

    Uno de los primeros centros de su tipo, no les dice a sus alumnos qué hacer ni utiliza el arte como terapia. Sencillamente, les proporciona recursos y un espacio para crear.

    Durante los primeros dos años, Judith no parecía muy interesada en nada.

    Pero un taller de artes textiles con la artista Sylvia Seventy cambió todo.

    Judith levantó la vista, y se quedó observando lo que Seventy y los demás estaban haciendo. Más tarde ese día, recogió un poco de cuerda y comenzó a juntar objetos para atarlos.

    “Encontró dos o tres palos grandes y los envolvió con hilos y cosas. A todos los que vieron lo que había hecho les pareció maravilloso”.

    A partir de ese momento, empezó a coleccionar cosas que encontraba, sin preguntar si tenían dueño, en una gran bolsa negra.

    Tomaba esos objetos, algunos tan pequeños como anillos, otros tan grandes como carritos de compras, y pasaba horas atándolos y envolviéndolos con hilo, cuerda y tela.

    Iba todos los días al centro y trabajaba con ahínco, atando y tejiendo; le dedicaba semanas o meses en cada pieza hasta que se convirtían en esculturas misteriosas, que desplegaban un exquisito sentido del color, la textura y el diseño.

    En algún momento, decidía que había terminado, hacía siempre el mismo gesto, deslizando las palmas de las manos una con la otra, y apartaba la obra.

    Y mientras todos a su alrededor se maravillaban con su última escultura, ella hurgaba en su bolsa negra, encontraba otros tesoros y comenzaba con la siguiente.

    En sus brazos

    En 1999, los directores de Creative Growth decidieron organizar una exposición de las obras de Judith.

    Pero se encontraron con un problema. ¿Cómo explicárselo a ella?

    Habían intentado enseñarle el lenguaje de señas, pero no había funcionado. Ya tenía su forma de expresarse: había encontrado su voz, sin necesidad de palabras.

    Una cerradura se ve por entre hebras de lana
    Pie de foto, Sus esculturas guardan en sus entrañas los tesoros que Judith encontraba. A veces, todo está oculto, protegido con hebras semejantes a pinceladas, pero no siempre.

    En la noche del estreno, Joyce fue a la casa de Judith para prepararla.

    “Llegué alrededor de las 6:30 y ella ya había terminado de cenar, se había puesto el pijama, se había metido en la cama con sus revistas, y realmente no estaba muy feliz de verme.

    “Yo tenía una bolsa de maquillaje y cuando comencé a maquillarme, empezó a animarse. Le encantaba mirarse en el espejo, y para mí era sencillamente fantástico ver a esa personita, que había perdido todos sus dientes y pasado por el infierno, celebrar quién era”.

    Judith asistió a la gala de su exposición a regañadientes, ataviada con un vestido de noche azul y pantuflas rosa de felpa.

    Años después, un día primaveral, las dos hermanas salieron camino a una cabaña de Joyce para pasar el fin de semana.

    Durante 18 años, Judith Scott había creado casi 100 esculturas envolventes, que habían sido expuestas en prestigiosas galerías y museos, así como subastadas por altas sumas de dinero.

    Nada de esa fama le importó. Ajena a la atención y adulación, lo que quería era crear más de esas formas que guardaban objetos improbables envueltos como momias coloridas, ocultando y revelando genialidades.

    Pero ese día de 2005, Judith no era la misma de siempre. La noche anterior, cuenta Joyce, la había visto, perpleja, terminar una escultura negra.

    “Le gustaba el color, y de repente hizo esta pieza que no tenía color. Y luego hizo otras cosas inusuales, como insistir en que tomara sus revistas que nunca le prestaba a nadie, ni siquiera a mí.

    “Después, cuando íbamos a la cabaña, parecía que le dolía el estómago. Al llegar, se fue directamente a su cama. Fui con ella y, mientras llamaba a los hospitales, nos abrazábamos; yo la sostenía, le hablaba, la miraba a los ojos…

    “De repente, simplemente dejó de respirar”.

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