Hace una semana conocimos la dolorosa noticia de que una operación de las Fuerzas Militares contra las disidencias de Iván Mordisco causó la muerte de al menos siete menores de edad, víctimas del reclutamiento forzado. Después, Medicina Legal reveló algo aún más alarmante: entre agosto y noviembre del presente año, al menos 15 menores de edad han muerto en bombardeos ejecutados por las Fuerzas Militares. Es decir, no solo fueron esos siete.
A esta cadena de preocupación se suma la frustración de recordar que no es la primera vez que ocurre. No hay que ir muy lejos: en 2019, bajo la presidencia de Iván Duque, el entonces ministro de Defensa renunció tras un debate de moción de censura en el que se denunciaron las muertes de al menos siete menores de edad en un bombardeo de las Fuerzas Militares. Tristemente, no es un problema nuevo y, por eso, no en vano, existe el informe nacional sobre reclutamiento y utilización de niños, niñas y adolescentes en el conflicto armado colombiano, titulado Una guerra sin edad (2017).
Pero quizá lo más preocupante, alarmante y frustrante de todo es seguir constatando que el Estado colombiano sigue fracasando en proteger a niñas, niños, adolescentes y jóvenes del reclutamiento por parte de diversos grupos armados ilegales. Seguir constatando que tanto la derecha como la izquierda no han hecho de esto una verdadera prioridad. Una prioridad que debería ser regional.
Hay, además, un elemento adicional en el contexto actual y es que las operaciones ocurrieron bajo un gobierno que se autodenomina progresista, que prometía ser el cambio y que tiene como eslogan central “Colombia, Potencia Mundial de la Vida”. El gobierno de un presidente que se ufana de ser moralmente superior a muchos de sus contrincantes y opositores. Pero un gobierno que, en muchos aspectos, no ha estado a la altura de las situaciones y que sigue desperdiciando oportunidades reales de cambio.
Por supuesto, Gustavo Petro no puede arreglar todo lo que está mal en el país. Y, por supuesto, los gobiernos anteriores también fallaron y hoy, además, están demostrando ser una oposición mediocre. Pero nada de eso es excusa para no hacerlo mejor. Con el mandato acercándose a su fin, los hechos de los últimos días dejan claro que, en este tema, Petro no hizo lo suficiente. Basta con ver algunas acciones y reacciones recientes.
Un ejemplo es su narrativa en algunas de sus intervenciones. Tras su reunión con la secretaria de Seguridad Nacional de EE UU, Kristi Noem, Petro insistió en que a los jóvenes vinculados al Tren de Aragua había que “tratarlos con amor”. En su alocución presidencial en Cali, días después del atentado contra Miguel Uribe Turbay, afirmó “si quisiéramos que esos niños asesinos ya no existieran en Colombia (…) lo primero que habría que hacer es que las mamás se pudieran abrazar en las mañanas y en las noches con sus propios hijos en su casa”. Sí, los lazos familiares fuertes, los entornos protectores y las relaciones basadas en el afecto son factores importantes de prevención. Pero ese tipo de mensajes no parten de la prevención, sino que banalizan el fenómeno, cargando además casi toda la responsabilidad en las madres, como si el cuidado fuera un asunto exclusivamente femenino.
El reclutamiento forzado y la violencia juvenil no se desactivan solo con “amor y abrazos”, menos aún solo de las madres. En el fondo, este lamentable fenómeno para Petro solo se vuelve un recurso para su narrativa e intereses: ya sea para impulsar una reforma (como la laboral, de ahí su mención a las mamás) o para repetir “amor” cuantas veces pueda porque encaja con su libreto de presidente de la vida frente a los demás, supuestamente, de la muerte.
A lo anterior se suman las reacciones de Petro, de personas de su gabinete y de simpatizantes conocidos. Hemos escuchado que los militares actuaron de acuerdo con el Derecho Internacional Humanitario (DIH), que los bombardeos siempre conllevan un riesgo, que mantienen la conducta de otros gobiernos, que no bombardear conlleva que se reclute más, que los culpables son los grupos armados ilegales o que ciertas voces no pueden decir nada porque en el pasado hicieron algo parecido o peor. Este cruce de culpas, reproches y evasivas de responsabilidad nos lleva otra vez al bucle clásico de las discusiones sobre seguridad (un bucle al que, por supuesto, los medios contribuyen), que nos lleva a concentrarnos en la punta del iceberg y en el corto plazo, dándole cada vez más vida e importancia a las políticas reactivas.
Nadie niega que haya que enfrentar y reducir el accionar y la influencia de los grupos criminales. Pero si nos quedamos ahí, relegamos la conversación realmente importante: qué estamos haciendo y qué podemos hacer para prevenir el reclutamiento forzado. Cuando el debate público se reduce a si se debe bombardear o no, el terreno queda abonado para algo peor: que se instale la sospecha de que esos menores algo habrán hecho, que ese fue el camino que escogieron o que así es el conflicto. En otras palabras, discutimos su muerte como una consecuencia inevitable, o hasta merecida, en vez de discutir con urgencia cómo protegerlos.
De acuerdo con cifras de la Defensoría del Pueblo, entre enero y octubre de 2025 se han registrado 162 casos de reclutamiento forzado, siendo Cauca, Antioquia, Chocó, Huila y Nariño los departamentos con mayor número de casos. En 2023 se alertó que el temor a terminar en la guerra es una de las amenazas vinculadas al suicidio de jóvenes indígenas en el Pacífico colombiano. Ese mismo año, el Frente Carolina Ramírez asesinó a cuatro adolescentes que estaban escapando de sus filas.
Las alertas suenan hace rato, pero se ha hecho poco, en una inacción que tiene mucho que ver con que durante décadas la seguridad del país ha girado casi obsesivamente alrededor del mercado de drogas ilícitas. Ojalá los recursos y la atención que el país ha puesto en esa lucha se pusieran con la misma urgencia en prevenir el reclutamiento de menores. Porque la guerra contra las drogas, donde siempre terminan nuestras discusiones de seguridad, invisibiliza fenómenos tan o más graves, como el feminicidio y el reclutamiento, y normaliza que el tamaño de los cultivos de coca pese más en la discusión pública que los niños, adolescentes y jóvenes reclutados o muertos en el conflicto armado o en la violencia criminal.
Y lo más frustrante es que no partimos de cero. Colombia tiene diagnóstico, conocimiento acumulado, programas estatales (desarticulados, sí, pero existentes) y desde la sociedad civil, acceso a la evidencia que viene de las ciencias sociales, y personas y organizaciones que han dedicado su vida a este tema. No toca inventar la rueda. Toca es dar ese primer paso de tener voluntad política. Porque ningún país puede llamarse “potencia de la vida” mientras siga fallando en lo más básico: que los menores no terminen en la guerra o muertos a causa de esta.
