Deiro González ha visto morir a cuatro hombres en la misma habitación durante los últimos veinte años. Los cuerpos han expirado por dolores crónicos o fallecimientos súbitos sin despedidas ni dolientes en la cama paralela a la que duerme. “El último fue el señor Salgar. Fue una muerte natural”, recuerda el hombre de 74 años observando el lecho de los difuntos. No tiene claras las fechas exactas de los decesos, pero si la sensación de abandono que se desprende de ellos. “Los recoge la Policía y no pasa nada más”, comenta. Los muertos de la cama de al lado han sido solo algunos de las decenas de extraños con las que González ha compartido habitación por dos décadas.
González no tiene otro sitio a donde ir. Sin pensión, trabajo ni familia, sobrevivir a su edad es un combate diario contra la lógica. Desde hace 20 años optó por vivir en un pagadiario, un tipo de vivienda temporal donde se alquilan cuartos por noche, en el que comparte habitación con un compañero de turno para dividir el precio. “Cuando empecé eran 1.200 pesos y ahora la pieza vale 20.000 (unos 5 dólares)”, relata el anciano, mientras recorre su estancia de paredes azules despintadas que tiene un baño sin puerta ni tuberías.
Según la Secretaria Distrital de Integración Social, hay 4.500 ocupantes de alquileres de este tipo en el centro de Bogotá, y representan las formas de pobreza y exclusión extremas en la ciudad. Muchos ocupantes han sido habitantes de calle y a diario están a un paso de volver a serlo. Es una población que especialmente se refugia en las antiguas edificaciones del barrio Santa Fé, las mismas que solían albergar la mayor opulencia de la Atenas Suramericana en la primera mitad del siglo XX.
Pensando visibilizar las realidades de los ocupantes de pagadiarios, el Distrito se dio a la tarea de censarlos desde finales del año pasado. “Es un ejercicio importante porque la puerta de entrada para la inclusión es reconocer al otro como ciudadano”, indica Roberto Ángulo, actual secretario de Integración Social de Bogotá. “Según el conteo, hay 4.500 personas que viven en pagadiarios en San Cristóbal, Mártires y Santa Fe”, señala el funcionario, respecto al panorama en los barrios más pobres del centro de la ciudad. De acuerdo a un estimado del 2021, hay alrededor de 14.219 personas durmiendo en pagadiarios en toda la capital. El nuevo censo permitirá determinar si la cifra ha aumentado o no en los últimos cuatro años.

El edificio carcomido por la humedad en el que vive González tiene láminas de madera que delatan un pasado de tiempos mejores. José Ramírez es quien administra el lugar de 27 habitaciones distribuidas en cinco plantas. Lleva 23 años encargado de recoger el dinero de los alquileres y mantener el frágil orden del pagadiario ante los dueños. “Aquí no es fácil trabajar. Se ven muchas cosas”, señala el hombre de 68 años repasando el cúmulo de realidades de las que ha sido testigo.
Riñas, amores, comportamientos erráticos de personas que consumen drogas y fallecimientos súbitos son solo algunas de las historias. “Ya nada me sorprende, pero las muertes sí”, comenta con desazón el padre de familia. Su trabajo sostiene a su esposa y sus hijas en una casa común, mientras él trasnocha manejando una especie de hotel para los invisibles de Bogotá en el que, en un buen día, los dueños pueden ganar más de 400.000 pesos (unos 100 dólares) en alquileres.

Según las observaciones, el Distrito ha confirmado que este tipo de vivienda se encuentra presente en casi todas las localidades de la capital, y que los precios oscilan entre los 8.000 y los 60.000 pesos diarios, o entre 2 a 14 dólares. Además, más del 43% de los habitantes de estas residencias son migrantes y la razón principal de su estancia es la “inestabilidad en el flujo de los ingresos”.
A unas cinco calles de la residencia de González, hay otro pagadiario en el que la mayoría son ciudadanos venezolanos. Nayluz Millán ocupa dos cuartos continuos en los que duerme con su pareja, sus tres hijas y su madre enferma del corazón. “No es fácil, pero aquí me ayudan mucho y puedo pagar. Estoy agradecida por tener un techo para mis hijas”, señala la mujer de 36 años que ejercía como enfermera en su país.

A diferencia de González, el pagadiario de Millán tiene una pequeña cocina compartida de unos tres metros cuadrados. “Aquí puedo hacer el desayuno de las niñas”, relata la madre dentro una estancia que no deja colar la luz. En el edificio, casi todos ocupan una habitación por familia. Unos pisos más arriba, vive Carolina Rojas con sus cuatro hijos. Desde que llegó a Colombia, Rojas ha tenido que buscar sola el sustento de su familia porque su esposo la dejó para atravesar el Darién y no volvió a tener noticias de él. A diferencia de los otros migrantes, ella no recibe ningún apoyo monetario por parte del Distrito porque su situación aún es irregular.
Se calcula hoy que hay más de 430 pagadiarios en el centro de la ciudad, y el estimado del 2021 hablaba de 6.500 en toda la capital. En el recorrido por estos sitios se evidencia una cierta especialización en el tipo de población que alojan. Hay pagadiarios en los que habitan más personas mayores, otros centrados en migrantes, algunos más habitados por trabajadoras sexuales y población trans, y sitios especializados en consumidores de estupefacientes en donde un cuarto puede albergar decenas de literas en las que los ocupantes pagan dos dólares o menos.

Ese consumo es el común denominador de muchas historias de los residentes de pagadiarios. Omar Moreno, que vive en una habitación diagonal a la de González, lo llama flagelo. “Mamita, vea, aquí todos sufrimos el flagelo”, señala el hombre de 60 años refiriéndose al consumo de bazuco, la droga más popular entre los habitantes de calle en Bogotá.
Pese a su adicción, Moreno se las ha arreglado para mantenerse en el pagadiario durante los últimos 12 años en una habitación individual. “Yo he hecho y decorado todo lo que está aquí”, cuenta con la cabeza erguida mientras muestra varios relojes pintados de colores y una colección de sombreros colgados en la pared. Sus manualidades le han servido para apropiarse de un espacio que podría perder en cualquier momento, porque su lucha es la misma que la de los demás: juntar pesos mientras viva para pagar lo de la pieza una noche a la vez.