El problema que Donald Trump y su equipo tratan de solucionar con las medidas de cuño mercantilista anunciadas el 2 de abril es tan viejo como la economía. La primera escuela económica que existió, llamada “mercantilista”, identificaba la riqueza de un país con la capacidad de exportar más de lo que importaba; si una nación ganaba, la otra perdía.
Eran los siglos XVI a XVIII y se usaban los impuestos a las importaciones, los aranceles —que ahora todo el mundo llama tarifas, la palabra puesta de moda por Trump (“la más bella del diccionario”)—, para proteger a industrias nacionales. En esa época se buscaba realmente la acumulación de oro y plata, por considerarlos la medida de la riqueza de un país.
Eso pasó de moda a principios del siglo XIX, cuando la práctica comercial demostró que la riqueza provenía de la producción en general, y el economista británico David Ricardo persuadió a todo el mundo de que el comercio podía ser mutuamente beneficioso, y que lo mejor para un país era especializarse en aquello en que era relativamente más competitivo.
No pasó mucho tiempo para que apareciera el llamado “neo-mercantilismo”, que, para ser sinceros, se ha aplicado extensamente por parte de muchos países exitosos. Los ejemplos abundan: las políticas comerciales de China; la estrategia exportadora de Alemania, que mantiene superávits comerciales dentro de la Unión Europea; los aranceles de Estados Unidos sobre el acero y la tecnología para proteger las industrias nacionales, entre muchos otros.
Los gobiernos neo-mercantilistas usan, además, medidas paraarancelarias (controles administrativos y fitosanitarios, entre otros), para lograr superávits comerciales (exportar más de lo que importan), y darle seguridad económica al empleo y la producción local.
La inspiración es el nacionalismo económico. Descreen de la gran verdad del comercio: que no es un juego de suma cero y que la especialización beneficia ambas partes, pues se produce más de cada cosa, y se intercambia a precios de abundancia, mutuamente beneficiosos.
La meta del nacionalismo económico es industrializar y crecer con base en exportar, y fomentar las industrias locales mientras se limita las importaciones. Muchos de los que hoy se rasgan las vestiduras han acudido a estas políticas con más frecuencia de lo que reconocen. Su medida del éxito son los superávits comerciales.
En el siglo X apareció un instrumento nuevo, potente y menos ruidoso: la manipulación de la moneda. Algunos países devalúan su moneda para hacer más competitivas a sus exportaciones. Sobre el tema de la manipulación monetaria y cambiaria, en 1985 los Estados Unidos convocó el acuerdo del Hotel Plaza. El compromiso de los europeos y de Japón fue contrarrestar la apreciación del dólar. Dos años después, en el llamado acuerdo del Louvre, tuvieron que ajustar las cargas. Estos son temas demasiado sensibles y con descomunales consecuencias.
En la actualidad, como dice Martin Wolf, analista del Financial Times, el mundo demanda dólares de forma creciente, como depósito de valor, lo cual sólo se satisface si Estados Unidos compra más de lo que vende (paga más al exterior), y tiene un déficit comercial persistente (en la cuenta corriente de la balanza de pagos, pero no quiero complicar más la cosa).
Lo cierto es que hay una sobrevaluación crónica del dólar que desfavorece la producción en Estados Unidos. Los costos sociales en determinadas regiones del país han sido grandes por la pérdida del sector manufacturero. Otras industrias americanas se han beneficiado, en particular las de alta tecnología, y servicios tecnológicos, financieros y de entretenimiento, pero están situadas mayormente en las costas atlántica y pacífica. En el interior de país las cosas son a otro precio. Por eso en Estados Unidos los globalizadores son de agua salada, mientras los anti-globalizadores son de agua dulce (ver los mapas de votación).
Ahora, la Administración Trump busca proteger la industria manufacturera y mantener el dólar como moneda de reserva global. Para eso adopta lo que Martin Wolf jocosamente llama el (no firmado ni discutido) “Acuerdo de Mar-a-Lago”, consistente en aranceles generales de 10%, y más altos para países con los que haya mayor déficit comercial.
El paquete completo consiste en: (1) los aranceles anunciados en abril 2, más otros decretados previamente; (2) Devaluación unilateral del dólar, que requiere una flexibilización monetaria, para la cual aún falta la aquiescencia de la FED; (3) ajuste fiscal fuerte, con la motosierra de Elon Musk y el Departamento para la Eficiencia Gubernamental (DOGE por sus iniciales in inglés), para cortar la “grasa” del gasto público; (4) bajar la tasa de impuestos a las empresas de 21% a 15%; (5) controlar y, eventualmente, reducir la deuda pública, que subió de 60% del PIB en 2004 a 120% en 2024; y convertir deuda a corto plazo en bonos de largo plazo para liberar espacio fiscal y monetario.
¿Puede funcionar ese paquete económico? Hay problemas técnicos, económicos y geopolíticos. Técnicamente, el porcentaje de aranceles propuesto, por encima de un 10% generalizado, parece responder a una proporción del déficit comercial, en bienes (no en servicios), de Estados Unidos con cada país. Este criterio es extraño a la teoría económica y a la práctica de política comercial. “Entre mayor sea el desbalance, más duro te trato”, parece ser el mantra. Muchos profesores e intelectuales se devanan los sesos para ver eso cómo puede afectar al comercio mundial. Dado que es una forma heterodoxa de medir el desbalance, y de corregirlo, muchos consideran que marca el inicio de una dura negociación.
La otra pregunta es sobre el diseño del paquete. ¿Se puede lograr, al tiempo, subir aranceles, cortar gasto público masivamente, bajar impuestos, mover a la FED a una expansión monetaria y devaluar el dólar? Es desafiante. Se lanzan muchas bolas al aire, y el prestidigitador debe tener una pericia extraordinaria para que ninguna caiga al piso.
Económicamente, esto suena como un “momento Brexit”. Es decir, una decisión de una élite intelectual que opta por una propuesta que resuena con la mayoría de los votantes, pero que es un cambio radical y con consecuencias insospechadas. Muchos observadores lo califican como un “tiro en el pie”.
Por último está la dimensión geopolítica. El tratamiento aplica por igual a aliados estratégicos como Canadá, México, el Reino Unido, Australia y la Unión Europea; a grandes potencias económicas como China e India; a países en ascenso como Vietnam; y a zonas menos desarrolladas como América Latina y África. En fin, vienen problemas en el mundo entero, literalmente. Con las retaliaciones, que ya empezaron por parte de China y Canadá, se desata una bola de nieve. Independientemente de cómo termine de resolverse, esto dejará una profunda actitud de cautela y desconfianza sobre la estabilidad de las reglas del juego.
Ante semejante movimiento de placas tectónicas, los seres humanos de carne y hueso sentimos temor y temblor. Viene un período largo de incertidumbre.
En un libro con ese nombre, Temor y temblor, el filósofo danés Søren Kierkegaard plantea la posibilidad de simultáneamente: a) renunciar a lo que uno ama y, absurdamente, b) recuperar eso que ama justo por haberlo sacrificado (por un amor mayor, a Dios). Fue el dilema de Abraham en el sacrificio de Isaac.
Trump parece tener la fe del danés Kierkegaard al sacrificar el comercio internacional y, a través de negociaciones, buscar recuperarlo, sobre bases más justas para Estados Unidos.
Es una paradoja que sólo se resuelve a través de un acto de fe. Isaac casi murió. Los mercados financieros no parecen compartir dicha fe, pues las bolsas de valores no paran de caer. ¿Soportará el comercio internacional esta epifanía? ¿Valdrá la pena tanta zozobra?